Aletheia, Filosofía

domingo, 25 de mayo de 2008

Mito y quimera en la experiencia artística


Maximiliano Cladakis Edgardo Bergna

El mito es el relato por el cual el hombre se arraiga en un mundo. Es en él, pues, donde se encuentra el origen, origen en el sentido dado por Heidegger de “aquello de donde una cosa precede y por cuyo medio es lo que es y como es”. El mito funciona, entonces, como el “desde donde” del cual parte la existencia. Es herencia cultural, recibida e interpretada, pero así también es actividad ya que el mito implica una actualización, un reinterpretarse continuamente adquiriendo así el carácter de “institución¨ en el doble sentido de la palabra.

La quimera, por su parte, es telos, el “hacia donde” de la existencia. El deseo genera el movimiento hacia ella, la cual actúa de “motor inmóvil” de la cultura. Al igual que el mito, conlleva en su núcleo la dinámica “pasividad-actividad”. La vida del existente es el camino entre el “desde donde” del mito y el “hacia donde” de la quimera.

Tanto uno como otro conforman la historicidad humana aún fuera de la temporalidad. Justamente el mito “es” en un tiempo que nunca “fue” y la quimera “es” en un tiempo que nunca “será”. En este sentido, la irrealidad de ambos constituye nuestra realidad. El mito, pues, como irreal se constituye en cultura, y es la quimera la que incide sobre lo real desrealizándolo; permitiendo, así, no solo la pervivencia del mito sino su transformación generadora. En otras palabras “lo más irreal” deviene en”lo más real”, la cultura, que en virtud de la quimera sigue transformándose.

Con todo, mito y quimera no se dan de manera separada. En verdad, el mito es siempre quimera y la quimera es siempre mito, en tanto origen es siempre telos y telos es siempre origen.

La obra de arte, como objeto cultural, surge de este doble juego entre realidad e irrealidad. Lo propio de ella es poner en primer plano dicha dialéctica, pues la cultura se la pasa inadvirtiendo la dinámica que posibilita su ser (esto no implica una falencia en ella sino, por el contrario, es su condición necesaria). La obra de arte hunde sus raíces en lo arcaico y afianzado, a la vez que proyecta horizontes de sentido por el cual transitar nuevos senderos. Lo inhóspito y lo conocido se entrelazan, de esta manera, en una melodía, en una imagen o en una simple palabra.

Sin embargo, lo dicho no debe llevar a entender a la obra de arte como “cosa en si” sino en un contexto y en estrecha relación con un espectador que la realice como tal. Esta posición —contraria a la de Heidegger— hace hincapié en que la experiencia artística no la vive el productor de la obra sino quien la contempla. Es, a su vez, en el marco de dicha relación, espectador y contexto, donde se genera un movimiento de la cultura y en particular la transfiguración de la obra al interpretarse y volverse histórica.

¿Cuál seria entonces el papel del artista en la cultura? Pues bien, tomar lo reinterpretado por la cultura y devolverlo material para su posterior reinterpretación, es en el momento de contemplación de lo reinterpretado donde se produce su experiencia artística.

El espectador, penetrado por la obra, padece la dialéctica en la cual mito-quimera-cultura se conjugan en una unidad. A un instante percibe el “es” que no “fue”, el “es” que no “será” y el “es” que es. Padece, pero también genera una nueva interpretación de

estos tres momentos. Es, por ello, paciente y agente a un mismo tiempo.

La tradición, en esta instancia, se realiza y se transforma. La forma simbólica se ve replegada, a partir de lo ya interpretado, hacia nuevas posibilidades adjudicadoras de sentido.

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